jueves, 11 de enero de 2007

Ella

El lobo estaba herido y triste. Un cazador lo había disparado y la bala había rozado su pata. La herida le escocía. Se le había llenado del polvo del camino. La lamía, intentando calmar el dolor. No podía hacer nada por sí mismo, y los hombres lo temían. Dispararían de nuevo sobre él si lo veían, creyendo que iba a atacarlos. Pero no el hombre de la cabaña... Él era diferente de los demás hombres. Su instinto lo condujo hacia él. Era un hombre fuerte y vigoroso, casi tan alto como los árboles centenarios que poblaban el bosque. Algunas arrugas surcaban ya su rostro moreno y curtido. Sus ojos eran profundos, como si hubieran alcanzado la verdad. Sus grandes manos y su extraordinaria configuración física habrían dado miedo de no estar su aspecto suavizado por una mirada serena y protectora. Todos lo llamaban "El solitario de las montañas". Nadie se ocupaba de él, salvo para criticar su carácter, que no se habían preocupado de conocer, o lo que hacía las raras veces que bajaba al pueblo. El lobo cayó antes de llegar a la cabaña, aullando lastimeramente. El hombre dejó sobre la mesa el vaso de café que estaba tomándose, miró por la ventana y salió. Se acercó al animal y lo examinó atentamente. Cogiéndolo con cuidado, lo metió en la cabaña y lo colocó junto al fuego. Limpió bien la herida y la cubrió con un trozo de tela limpia.
- Espero que comas esto- dijo echando al lobo un trozo de carne que aún no había guisado.
Se lavó las manos y terminó el café después de recalentarlo.Salió al bosque. Tenía que cazar algo para la comida. El último pedazo de venado que le quedaba se lo había echado al lobo herido.Anduvo un trecho, sin prisas, redescubriendo, como cada día, la belleza que le rodeaba. El bosque estaba lleno de vida, y le gustaba darse cuenta de ello cada mañana, cada minuto del día. "No se conoce nunca del todo el bosque. Es como la vida. Cada día hay algo nuevo que descubrir, algo bello en lo que no habíamos reparado", solía pensar en sus largas horas de soledad.Al llegar a un claro, avistó un ciervo de impresionante cornamenta. Si conseguía abatirlo tendría carne para una buena temporada.Lentamente, sin hacer ruido, cargó la escopeta, la amartilló, fijó sus ojos en el blanco... El animal cayó al primer disparo. "Buen tiro -se dijo- No ha sufrido" Recogió la pieza cobrada, un macho viejo de gran tamaño, lo cargó en las espaldas y emprendió el regreso a su cabaña. Una vez allí, cuarteó el animal y se dispuso a adobar los pedazos. Tuvo trabajo hasta la caída del sol. Había adquirido la costumbre de leer después de la cena, mientras consumía pausadamente su pipa, y, fiel a ella, cuando hubo dado cuenta de la comida, cogió un libro y se acomodó en la mecedora, que él mismo había hecho, junto al fuego. El lobo dormía."Si mañana puede andar, deberá volver al bosque"- pensó el hombre. A la mañana siguiente un sol pálido adornaba el bosque. Se levantó antes de la aurora y se fue al lago. Le gustaba ver amanecer desde allí, recostada su espalda en un árbol. Contemplaba extasiado cómo el sol subía... y subía... Al principio era un disco naranja y se elevaba despacio. Cubríalo todo de un resplandor irreal, majestuoso. Y poco a poco se tornaba amarillo, como si, tras desperezarse, hubiera vestido una túnica de oro que extendía sobre las colinas de pendientes suaves y sobre el bosque ocre y verde, y sobre el espejo del lago helado y sobre aquellas otras montañas escarpadas de poniente y sobre el campo que había más allá del agua... Todo despertaba y él quería que al renacer recibieran su saludo todas las creaturas, por eso abandonaba el lecho antes de que cantase el gallo y se iba allí. Se llenaba de paz.Le gustaba sentir en la cara el aire fresco de la mañana, le daba fuerzas para afrontar el día con optimismo.Cuando la sonrisa del sol ya era abierta y brillante, se levantó, contempló una vez más toda aquella belleza que le rodeaba y comenzó a caminar con paso firme en dirección a su cabaña. Tenía que reparar la alacena. El invierno era duro, pero aún se sentía satisfecho: si bien el frío era intenso, el bosque le proporcionaba no sólo con qué combatirlo, sino también todo aquello que necesitaba para subsistir. Los muchos años que había vivido en él le habían enseñado los misterios que ocultaba. Si a los hombres el bosque les parecía triste, él sabía que estaba lleno de vida, de una vida a la que un día decidió pertenecer. pero no había sido fácil conseguirlo, lo había logrado poco a poco, luchando por ello. Por eso ahora lo considerba tan suyo. Apenas tenía ya conciencia del tiempo que vivió entre los hombres, esos seres de su misma especie tan llenos de contradicciones. Y, sin embargo, él era uno de ellos, pero privilegiadoa: había encontrado lo que buscaba."La especie humana...- pensaba- Buscan, pero sin saber qué, ni dónde encontrarlo, ni qué hacer con ello ¡Si tan sólo quiseira despojarse cada hombre de su egoísmo...!"Pero acaso él también era egoísta. Lentamente pasó el invierno. Y de nuevo despertaba el bosque. El hombre de la cabaña estaba muy alegre. Mientras se aseaba cantaba muy alto una vieja canción que había aprendido de niño y había entonado muchas veces como mozo bajo las ventanas de las muchachas del pueblo que sus padres y muchos otros valientes y arriesgados fundaron. La noche anterior el hombre de la cabaña había hecho una lista con todas aquellas cosas que era necesario comprar en el pueblo, al cual se disponía a bajar esa mañana. Sentía la primavera, podía respirarla, palparla casi, aprehenderla con todos sus sentidos. Una alfombra de resplandor amarillo mullía sus pasos camino del pueblo. Iba silbando, sujetando con una mano la rienda de su borriquillo y con la otra apretando el tirante de su mochila. Lástima que no hubiera podido reparar el carro, pero necesitaba para eso las herramientas que iba a comprar. Caminaba con el sol de frente y lo sentía como un amigo. Sabía que al llegar al pueblo todos iban a mirarlo y murmurar, pero ya estaba preparado para ello, y, además, estaba tan contento que no le importaba, hasta le divertía la idea. En tanto tiempo de soledad no había perdido el buen humor, se había dado cuenta de que la alegía nace del interior y hace que todo parezca bueno, de que no son las cosas las que nos la dan. Pensando y silbando, el camino se le acabó sin sentir. Enfiló la calle principal, ató su borriquillo en la baranda del porche del almacén grande y entró abriendo una puerta tan desvencijada que temió qudarse con ella en la mano.Un empleado con cierto aire fatuo se adelantó al mostrador desde un apartado que había tras él y le preguntó secamente qué deseaba. El hombre de la cabaña, dispuesto a divertirse, le entregó la lista que llevaba, adoptando una falsa actitud intimidada. El empleado se volvió aún más seco al comprobar el efecto que creía haber causado en el cliente con su tono autoritario.- Sí, bien- engoló la voz- Dentro de una hora le tendré preparado el pedido. Vuelva para entonces.El hombre de la cabaña estaba sediento y se marchó a pasar ese tiempo en un local donde apagar la sed que lo aguijoneaba. Pero no aguantó allí una hora, sólo había fanfarrones y ociosos; apuró su cerveza y salió con rapidez. Desde el porche echó una ojeada a su alrededor y vio la calle polvorienta y asolanada. Había un gran alboroto de gente que iba y venía, riendo, hablando, dando fuertes voces. Damas muy peripuestas paseaban cogidas del brazo, cuchicheando y saludando con una sonrisa afectada a cuanto conocido encontraban. El hombre de la cabaña bajó los escalones que elevaban el porche sobre la calle y se sumergió en aquel maremágnum agradable y anónimo. Se dejó llevar un rato, andando sin rumbo, siguiendo a la gente, dejando fluir su sociabilidad. Vio ante sí el hotel y decidió pasar. Todo era confortable y lujoso. Buscó el bar y fue a él. Se acomodó en una mesa. Probablemente la consumición sería cara, pero no le importaba. Para una vez que bajaba al pueblo no iba a escatimar unas monedas. El hall estaba muy animado: el tren acababa de llegar y los viajeros entraban buscando alojamiento, previamente reservado en algunos casos, pero no en otros. Y de súbito, su mirada se ancló en una aparición. Ella, esbelta y segura, había entrado allí. Sus miradas se cruzaron...

Raquel Méndez Primo, 1987

2 comentarios:

J.C.Morgado dijo...

En las grandes ciudades que ya son verdaderas selvas de cemento... existen muchos hombres con razgos duros pero que no se han dado cuenta lo maravillosos que son.


bellisimo cuento



:)


Cuidate y que tengas un buen fin de semana

Raquel dijo...

Gracias, Juan Carlos, me alegra que te haya gustado, como verás, el cuento es bastante antiguo ya, :)
Buen fin de semana para ti también. Besos.

Sintonía